Viajar para encontrar(se) /Entrevista a Carlos Skliar

Por Analía Testa / La profesora de los talleres de microrrelato “Mundo mínimo” e “Intensa brevedad” conversa con uno de los autores que prefiere y que propone como lectura y punto de partida para la escritura en sus cursos, Carlos Skliar.

“Escribo porque no comprendo. Para repetir una y otra vez esa encrucijada de palabras con la que no logro descifrar el tiempo. Escribo para recordar sonidos que de otro modo se perderían en el lodo vertical de la memoria. Para invocar y provocar gestos de amor de los que no soy capaz si no escribiera. Escribo porque al despertarme quisiera agradecer los ojos abiertos. Para mirar de pie lo que está demasiado lejos. Para escuchar qué es lo que ha quedado en la punta de la lengua. Escribo para renunciar al abandono y para tocar con las manos sigilosas la espada tibia de alguien que aún no ha muerto. Escribo. Y aún no soy capaz de decir nada”. Carlos Skliar

¿Cuándo y cómo comienza a tramarse un libro? A veces la trama empieza a surgir
del andar desinteresado por una ciudad, en el que de alguna manera el tiempo se diluye y un autor empieza a descubrir lo que sería imposible desde el apuro. Así le sucedió a Carlos Skliar con “No tienen prisa las palabras” y “Hablar con desconocidos”, que publicó hace unos años la editorial Candaya, en Barcelona (y fueron reeditados en Argentina por Miño y Dávila). Esas obras germinaron durante sus caminatas por aquella ciudad, de las percepciones al paso y algunas detenidas observaciones. El autor admite que se trataba de ampliar la mirada y de practicar una escucha atenta, y que entonces no tenía intención de analizar las escenas de las que era testigo ni alcanzar ninguna conclusión. Volcó sus impresiones en los cuadernos que llevaba consigo y poco antes de partir, las compartió con sus amigos, entre ellos, los editores. Al conocer esos textos breves ellos le ofrecieron publicarlos en una serie de libros. Entonces empezó el trabajo de reescritura en el que hubo algunas claves, según cuenta el mismo Skliar: no buscar la pretensión de lucidez (mediante finales deslumbrantes, por ejemplo) sino sencillamente crear una atmósfera y cuidar tanto el ritmo como la sonoridad pues se trataba de relatos con un claro tono poético.

“Decía Pessoa que el poeta es un fingidor. Para Carlos Skliar es, sin duda, un viajero: un ser en movimiento constante, un extranjero perpetuo que, como tal, contempla la realidad con ojos nuevos, que mira (verbo esencial en la poética del autor) y nos revela lo que ve y siente”, interpreta David Roas, en el prólogo de “No tienen prisa las palabras”.
Entre esas páginas encontramos pistas o claves de lectura: “Ante todo está el estremecimiento. Quiero decir: llega antes el temblor que la escritura.” Skliar también tomará imágenes de otros autores para describir la experiencia creativa que surgió en él durante su estadía en España, por eso reconocerá que hablar del viaje es lo mismo que hablar de lecturas y precisará, como Pessoa, que “viajar es sentirlo todo excesivamente” y se sentirá próximo a Walser en su andar “distraídamente atento” como poeta. Además, confesará que “la escritura tiene miedo de cerrar sus manos. De acomodarse. De sentirse satisfecha. De darse por terminada”. De ahí que sus textos contienen una constante reflexión sobre el lenguaje y la escritura como artificio.

Dice en uno de sus relatos: “Mirar tiene dos ojos. También los oídos ven cuando recuerdan el golpe de una puerta, la deriva del agua hacia el estanque, el perro con tres patas, la lluvia sobre un techo indiferente. Pero quien mira mejor es la piel. Sus poros son como párpados que se abren y casi no se cierran. Son luciérnagas hambrientas de sed”. Y agregará después que “la presencia no juzga” y que se trata más bien de “una porosidad”.
El autor señala que en aquel momento no había elegido un género al cual ceñirse sino que la escritura buscaba la forma en función del tipo de experiencia que él vivía. Esa escritura, además, estaba muy afectada por la lectura de aforismos y de poesía. Skliar advierte cierta identificación con lo que Peter Handke llama “la escritura reactiva, que reacciona perceptivamente a lo que ve, sin pasarlo por un tamiz de especulación, de reflexión interior, sin pretender luego darle una forma disciplinar”. En uno de sus relatos el autor toma una cita de Fabio Morábito, que va en el mismo sentido: “Escribo para hacerme a un lado/ pero sin alcanzar a desprenderme”. Si hubiera que buscar una imagen que sintetizara cómo fue concebido “No tienen prisa las palabras”, Skliar dice que fue “como una suelta de globos” y que no volvió a escribir así pues esos textos nacieron de su andar como flaneur por Barcelona. Se trató de “una ficción al servicio de la brevedad -porque así era el diario que llevaba consigo durante sus caminatas-, pero de una brevedad reactiva, que no se demorase en mi interior, que no fuera especulativa”. A diferencia de lo que ocurre con la escritura de microrrelatos, en la que generalmente se busca generar un impacto, una sorpresa en el lector, Skliar no quería agradar ni desconcertar: “Sólo presenté una desnudez mía, por momentos naif, con un romanticismo de otro siglo; compartí cierta conmoción del paseante burgués del siglo XVIII. Lo que quería producir era un efecto de amor por el mundo y por las personas”.
David Roas analiza que “No tienen prisa las palabras” es un libro múltiple pues allí “el lector encontrará lúcidos aforismos, pensamientos despeinados, greguerías, apuntes de un diario, epifanías, estampas líricas, mínimos poemas en prosa, microrrelatos…” Descubre Roas que son textos “en los que subyace la necesidad del otro, la complicidad y la empatía”, y que para Skliar mirar no es simplemente mirar: “es pensar(se), descubrir(se), comprender(se), revelar(se). De ese modo, viajar (sinónimo de vivir, de escribir) no es sólo moverse, sino, sobre todo, explorar…”
A propósito de eso, el escritor produjo un segundo volumen: “Hablar con desconocidos”. Según el autor ese libro surgió de “seguir en esa práctica de los poros abiertos, de estar muy sensible y mirar hacia los costados durante los paseos pero sobre todo con la intención de rescatar la figura del desconocido, de esos anónimos que pasan a tu lado y establecen conversaciones. Buscaba darle a esa figura un relieve de espontaneidad, de no amenaza”. A partir de esta obra lo invitaron en una librería de Pamplona a dar un taller sobre “escritura perceptiva” y cuenta el escritor que un día decidió dedicarlo a andar con el grupo por la ciudad “como si hubiera una escritura del caminante y otra, totalmente distinta, del sedentario”. El ejercicio propuesto, consistía, por ejemplo, en que algunos acompañaran por un rato a un anciano que encontraran por el camino y que otros observaran el juego y las conversaciones de los niños en un parque. No se trataba de analizar las escenas de las que eran testigo sino de “dejarse impactar por algo” y ejercitar una escucha atenta. Dice Skliar que desde su punto de vista “hay una escritura del paseo, que resulta de ver y escuchar”. En ese segundo volumen él se proponía crear pinceladas breves, evitando, justamente, saturar las imágenes. Lo importante era lograr una ráfaga, una especie de latigazo, de marca en la piel, o simplemente ofrecer lo que se observa en un golpe de ojos o lo que vuelve de una conversación una semana después de ocurrida, desde el recuerdo. Buscaba presentar un personaje antes que representarlo. Ampliar la mirada, poner la atención en la zona periférica, en lugar de hacer foco sólo hacia adelante.

“Lo más conmovedor ocurrió a partir de una desatención, ese instante sin uno en donde nace el mundo. Allí encontré mis hallazgos: en medio de conversaciones ajenas”, confiesa en uno de sus textos. Y hay otro que, especialmente, podría funcionar como clave de lectura: “Hablar con desconocidos significa no saber el mundo de antemano, no conocerlo jamás, sentirse trozos de una pieza irremediablemente descompuesta, mirar la inmensidad como si nunca dejásemos de ser niños en estado de niñez. Un desconocido trae una voz nueva, una irrupción que puede cambiar el pulso de la tierra, un gesto que nos hace torcer lo ya sabido, una palabra antes ignorada. Y se trata de escuchar, no de estar de acuerdo…”
Cuando llegó el momento de organizar un tercer volumen de la serie planeada la escritura de Skliar se había ido al terreno del ensayo literario y entonces produjo otro tipo de textos: “Escribir, tan solos”, “La inútil lectura” y “Como un tren sobre el abismo”. “Se ve que para contar ciertas cosas uno tiene que buscar la forma y como yo no soy de los creen que las formas están dadas, que están consagradas, me gusta mezclar mucho. Entonces siempre se trata de un ensayo, de una voz temblorosa que busca su forma”, describe el autor.

Entre líneas
Aquí compartimos algunos de los microrrelatos que los lectores encontrarán en los dos libros mencionados al principio, en los que “la voz temblorosa” traza un itinerario singular…

“Detrás de una ventana entreabierta, un niño en penitencia mira incansablemente el juego de otros niños. Acompaña con su cuerpo los movimientos de cada uno, goza y padece con cada una de las vicisitudes ajenas, aunque nadie lo vea. Será un buen hombre. Si lo dejan salir al mundo”.

“Cuando amanece la señora de rostro blanco se apoya en su balcón de malvones nunca abandonados y mira el paso de la gente a través de la calle o, quién sabe, el paso de la calle a través de la gente. El universo es aquello que cabe en su mirada. No sería posible reconocer esa calle si no fuera por la mujer de tez de luna inmutable. Se está bien allí ¿verdad?, le digo una tarde de lunes, más o menos a las cinco. Con su voz bellamente agrietada me responde: Sí, se está bien afuera. Es que adentro hay demasiados recuerdos”.

“El agua se confiesa sobre la arena y traza signos que desconocemos. Las nubes son el modo que tiene el mundo de insistir con sus enigmas. El universo es un secreto de sol, de vacío y de barro que permanecerá oculto en el borde del tiempo. Por suerte allí están los niños, jugando en las orillas de los tiempos y murmurando extrañísimas conclusiones”.

“Un desconocido hizo que le contara incluso aquello que yo no sabía, aquello que yo no podía, aquello que yo no tenía. Algo parecido ocurrió con él: apenas abrí mis ojos sobrevino su vida entera. Hablamos del mundo y de la vida, que no es lo mismo; hablamos de la belleza que esperamos y de los monstruos que nos aguardan; hablamos hasta tocar el borde de lo inconfesable. Tal vez a esto pueda llamársele conversar: dos personas que jamás se han visto ni previsto, pasan un tiempo hablando dentro de un mar de palabras inciertas, sin otro rumbo que la extraña inmensidad de la deriva”.

“A veces estamos en la antesala de la muerte y no la reconocemos. Porque la muerte no es mujer ni es calavera ni viste de negro. Tiene la forma de un descuido. Y no te busca especialmente. Apenas necesita de alguien para ir componiendo, poco a poco, su obstinado mundo”.

“Un inacabable grupo de turistas tomándose fotos entre sí, delante de la Sagrada Familia, en Barcelona. Un hombre arrodillado, con un cartel: “No tengo trabajo, tengo tres hijos, tengo hambre”. Dos de los turistas engañan la perspectiva para tomarle una foto. El hambre permanece quieta. La imagen se multiplicará por las redes sociales. Todos moriremos algún día. Fuera de foco”.

“La soledad que te habla al oído. El inusitado placer de responderle que sí”.

“Tomo notas, como otros toman aire o toman té o toman lo que no les corresponde. Cada uno se agarra al mundo, y se desgarra, con los gestos que puede”.

“Haber puesto en la trama de la vida todo lo que era posible. No saber, jamás, si eso era acaso todo lo posible”.